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lunes, 11 de julio de 2011

Educando con insensibilidad

Camino al colegio, miro cómo la apariencia de otros establecimientos se vuelve aterradora. Pancartas que resaltan la palabra Lucro, entremezcladas con mesas y sillas que bloquean el ingreso de cualquiera (o al menos eso pareciera).

A paso lento, observo las portadas de los diarios del kiosco, que destacan los desmanes de la última protesta estudiantil. Me detengo unos segundos para ver las fotos que muestran las peleas entre carabineros y jóvenes.

“Me tiene chato el tema de la educación. Más encima se van a protestar a la Alameda y dejan la cagá. Destruyen todo y después el Gobierno repara los daños con mi plata, con los impuestos que yo pago”, señala un señor, que con un cigarro en mano, pretende buscarle conversa al kiosquero. No tengo idea con qué cara lo miré, pero mi mísera reacción hizo que el caballero de los diarios respondiera con una reacción de desdén hacia mí: “esta debe ser la típica chiquilla que va a protestar. Oye! tú no erí la mujer maravilla. Tú no vai a cambiar el mundo. Preocúpate de estudiar mejor”.

Asustada, camino rauda. No me queda nada para llegar al colegio, pero no quiero llegar. Pienso en los cánticos y misas que me esperan. Recuerdo una y otra vez que estoy atrasada en física y química, y pese a que voy siempre a clases, estoy perdida en Biología. Entre todo este menjunje, no deja de hacer ruido en mi cabeza las palabras de ese caballero con fuerte olor a cigarrillo. Es como si le hubiese hablado a mi hermana mayor, que participa religiosamente en las manifestaciones.

La palabra “educación” está en todas partes. “Yo creo que los chiquillos piden puras cosas utópicas, si para mejorar el sistema se necesitan lucas, ¿tú estaríai dispuesta a pagar más impuestos?”, le pregunta la inspectora del colegio a la profesora de historia, la que le contesta: “En los grandes países hay una interacción permanente. La gente con mayores recursos entienden que la única forma de que otros salgan de la pobreza, es la educación y están dispuestos a ayudarlos pagando más impuestos”.

Falta un par de minutos para que suene el timbre. Se viene la oración de la mañana. Con todo lo que sucede afuera, me dan ganas de que mi colegio dejara la religiosidad de lado y se sumara a esta gran causa. Pero no lo hace. Tiene miedo de que lo tilden de “comunista” o “de que sus alumnas son unas flojas por perder clases al igual que todos los demás”.     

Nos llaman para orar y no logro concentrarme. La insensibilidad y rigidez de algunos me mata. Me cuesta entender que todavía existan personas convencidas de que el movimiento estudiantil está perdiendo su tiempo. Cómo no valorar lo que hace mi hermana y tantos otros jóvenes, que en vez de vivir la etapa más maravillosa de la vida, ocupan su tiempo en luchar por el bien de todos.

Llegó la hora de entrar a la sala. Tengo clases de matemáticas. No entiendo nada y los profesores lo saben, pero todo sigue igual.